miércoles, 2 de mayo de 2012

Capítulo Octavo: PROMESA ROTA


El anciano apoyó las manos en la balaustrada de piedra que decoraba la terraza y que impedía asimismo que nadie cayese desde semejante altura. Aunque todavía se encontraba fuerte y saludable, su avanzada edad empezaba a pasarle factura. Le dolían las articulaciones cada vez con más frecuencia, a pesar del tratamiento diario al que se sometía. Las dosis de energía biocelular ya no conseguían regenerar los maltrechos tejidos de sus tobillos, rodillas y caderas con tanta eficiencia como antes.

Pese a todo, era un hombre imponente. Se mantenía perfectamente erguido, con un porte orgulloso que infundía respeto. A veces, incluso podía resultar algo intimidatorio. Pero él no había ganado el puesto de Gran Maestro del Consejo Planetario gracias al miedo, sino a la confianza; siempre había actuado con justicia y benevolencia. Era un buen hombre y en sus grandes ojos ambarinos brillaba la intensa luz de una viva inteligencia. Una inteligencia colmada de bondad y sabiduría.

Alzó los ojos al cielo suavemente violeta de su mundo. Viráh, el pequeño sol amarillo, empezaba a hundirse tras el horizonte este, incendiando con su viva luz roja, causada por la refracción atmosférica, las aguas esmeralda del poco profundo Golfo de Ferindel. Giró la cabeza y percibió el resplandor añil que subía por el horizonte oeste. Merak, el gran sol azul empezaba a despuntar. La Penumbra no duraría demasiado. Se hallaban en la Estación de la Luz, en la que nunca se hacía completamente de noche en todo el planeta.

El anciano bajó los ojos y se miró las manos. Hacía tanto tiempo... Empezó a caminar. Dirigió sus pasos hacia el interior de la gran Sala del Consejo. Pero en vez de entrar, giró a la izquierda, avanzando por el largo pasillo circular que rodeaba, con sus grandes arcadas ojivales de piedra clara, toda la planta del gran edificio. La iluminación difusa bañaba completamente el corredor de altos techos, complementando la escasa claridad que entraba del exterior. Hasta que Merak no asomase tras las montañas, la luz del día no regresaría en toda su magnitud. Se detuvo ante una puerta de doble hoja de madera exquisitamente labrada. Pasó su mano sobre una piedra ovalada blanca, sin tocarla. La piedra se iluminó. Instantes después, una débil señal sonora anunció que el ascensor había llegado a la planta. Las puertas se abrieron y el anciano entró en la amplia cabina acristalada. Se cerraron las puertas y el hombre sintió cómo el campo amortiguador de inercia creado por el anillo compensador atravesaba su organismo. Dada la tremenda velocidad que adquiría el ascensor tanto en la subida como en el descenso, la amortiguación era necesaria para evitar posibles lesiones en los órganos internos, además de reducir la incomodidad propia de las grandes aceleraciones. El aparato recorría el kilómetro y medio de altura de la Torre de la Liberación en unos tres segundos. La torre se hallaba en el centro de Beranida, la capital de Vian’har.

Al llegar abajo, el anciano salió del ascensor y se encontró en el vasto vestíbulo de treinta plantas de altura del lado sur. La luz tamizada, procedente del exterior y del sistema de iluminación interior, bañaba todos los rincones con una claridad dorada que se reflejaba en suelo, paredes y techos, en esculturas, columnas y fuentes, creando un calidoscopio de colores y centelleos que inundaba los ojos y el cerebro con un torbellino de placenteras sensaciones. Era un espectáculo cautivador, calmo y estimulante a la vez. Justo en el centro, una maravillosa fuente se alzaba unos diez pisos. Coronándola se encontraba la escultura de un hombre erguido, orgulloso, mirando al infinito con actitud resuelta, como un líder. La estatua del vianhio que lideró la rebelión: la de él mismo. Todo el mundo lo sabía… sólo que no era cierto: no era su estatua, sino la de su amigo, la del auténtico héroe. Y él era el único que lo sabía. La efigie se encontraba de pie sobre media esfera que representaba aquel planeta. De la parte baja de la semiesfera brotaba una gran cascada en todas direcciones, que se derramaba entre varias figuras esculpidas a distintas alturas. Representaban personas, animales, naves... Pero había una, medio oculta entre las demás, que era muy curiosa: una máquina extraña con ruedas y una gran cabina en la parte delantera. Ya nadie recordaba qué era aquel aparato.

Nadie excepto él...

El hombre alzó su mirada hacia la figura que coronaba la fuente. Las lágrimas inundaron sus ojos. Eran el producto de una turbadora mezcla de emociones. Tristeza, pérdida, añoranza... pero también admiración, agradecimiento y amistad. Sonrió con complicidad. Volvió a ponerse en movimiento y caminó pausadamente hacia la salida, arrastrando levemente los pies. Aún faltaba una hora para que llegase la nave que traía a la delegación humana. Cuando aterrizasen iría a recibirles en persona, pero ahora necesitaba unos momentos de soledad. Debía poner en orden sus ideas. Muchas cosas habían cambiado desde que hiciese aquella extraña promesa a su amigo en el lecho de muerte. Todos los que le habían conocido ya habían muerto. Sólo quedaba él y se le acababa el tiempo. Cuando sucedió todo tan sólo era un jovenzuelo lleno de energía, pero sin esperanza ni futuro. Era un esclavo, como todo su pueblo. Y entonces, sin que nadie pudiese comprender de dónde vino, llegó él, les descubrió su propia identidad, el honor y el orgullo y les enseñó el significado de la libertad. Después desapareció durante casi una década. Un día, sin más, volvió con compañía. Vivieron de incógnito mucho tiempo. Años después, su viejo amigo le llamó y le arrancó una promesa, tras lo cual expiró en sus brazos. Una promesa y un secreto que había sobrellevado sin más complicaciones durante casi media vida.

Pero, de repente, todo había cambiado de manera inesperada.

Y la promesa, antaño liviana y casi olvidada, se transformó en una losa que cada vez pesaba más sobre sus hombros. Sabía que su vida había entrado en la recta final. Le quedaban, como mucho, diez o quince años. Sabía asimismo que, muerto él, desaparecería el recuerdo. Y no estaba dispuesto a que así fuese. No creía en absoluto que todo lo que vivieron entonces debiese quedar relegado al olvido. Desde luego que no.

Su amigo le había dicho que revelar el secreto de su existencia y de lo que habían hecho juntos podría crear más problemas que beneficios. Que, si su plan funcionaba, conocer la verdad acabaría provocando un grave conflicto. Algunos se creerían acreedores de una elevada deuda y tratarían de arrogarse derechos completamente desproporcionados sobre los demás, en base a esa supuesta deuda. Siempre había sido así a lo largo de su historia. Su amigo creía que la mejor forma de lograr la convivencia sería mantener oculta la verdad de la Liberación a los suyos. Así, manejando la información con habilidad y cautela, tanto unos como otros se considerarían en deuda mutuamente y se evitarían muchos problemas.

Pero, conforme pasaba el tiempo, a medida que conocía más y mejor las variables de aquella insólita ecuación, estaba cada vez más convencido de que su viejo amigo estaba equivocado.

Su resolución era cada vez más firme. Sabía que él le perdonaría. En sus corazones anidaba una amistad tan sólida que trascendió mundos, especies e incluso la muerte misma. El peso de una promesa que jamás debió formularse, de un juramento que nunca debió existir, era tan grande, tan denso, que le asfixiaba. Era una traición a sí mismo, a su amistad y a la deuda impagable que tenían todos con aquel hombre leal y valeroso.

Y no estaba dispuesto a consentir que aquella deuda se perdiese en las tinieblas del olvido.

Miró al cielo con determinación en los ojos. Él lo comprendería, estaba seguro. Las cosas habían cambiado demasiado. La promesa ya no tenía razón de ser. La propia existencia del juramento era un insulto para él.

Se propuso encontrar a una persona capaz de entenderlo en toda su extensión y complejidad. Se lo explicaría todo. Después, en el momento apropiado, lo haría público y todo el mundo conocería la verdad. Si ese momento no llegaba antes de morir, le haría jurar a su discípulo que mantendría viva la verdad hasta el instante preciso… por mucho que tardase en llegar. “¡Vaya!,” pensó de repente. “Estoy planeando crear una orden secreta...”

Sonrió ante la idea. No era tan mala, después de todo. No sería difícil encontrar a alguien a quien pudiese hacer partícipe del legado que aguardaba oculto en su mente, esperando el momento de ser revelado. De hecho, empezaría la búsqueda inmediatamente, tras la reunión con los humanos.

Tomó la decisión en firme, mientras paseaba bajo los grandes árboles del paseo que se extendía a la salida de la Torre de la Liberación. Ya no podía seguir manteniendo la promesa.

Debía liberar aquel peso lacerante de sus cansados hombros.

“Lo siento, amigo mío... Sé que me comprenderás.”

“He de quebrantar mi juramento. Por mí. Por ti. Por todos, tanto los tuyos como los míos.”

“Y gracias, una vez más...”




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